Siempre he sido un tipo sin suerte. El típico que llega cuando el tren se va, que descubre demasiado tarde que no queda papel en el baño, al que le cagan las palomas entre un millón de personas, el que se cambia al carril que no se mueve, el que elige la manzana podrida y lo descubre después de darle el bocado, al que le hacen un control de documentación el único día que se olvida la cartera, al que se le parte la llave en la cerradura del coche diez minutos antes de una reunión importante... y así podría seguir durante siglos.
Pero aquella mañana...
Aquella mañana compré todas las papeletas del bombo de la desgracia. El típico día que se va mascando la tragedia y no eres capaz de dejar de correr hacia el abismo.
Era el aniversario de la empresa donde trabajaba y mi jefe, aprovechando que yo era uno de los empleados más antiguos, me había hecho un maravilloso regalo: realizar un discurso resumiendo mis años de estancia en la compañía. Mi público sería toda la plantilla, amigos, enemigos, compañeros conocidos, mi jefe, el director, el presidente y hasta los vigilantes con los que tantos altercados había tenido a lo largo de mi vida profesional convirtiéndome en objeto de sus burlas y desahogos.