Siempre he sido un tipo sin suerte. El típico que llega cuando el tren se va, que descubre demasiado tarde que no queda papel en el baño, al que le cagan las palomas entre un millón de personas, el que se cambia al carril que no se mueve, el que elige la manzana podrida y lo descubre después de darle el bocado, al que le hacen un control de documentación el único día que se olvida la cartera, al que se le parte la llave en la cerradura del coche diez minutos antes de una reunión importante... y así podría seguir durante siglos.
Pero aquella mañana...
Aquella mañana compré todas las papeletas del bombo de la desgracia. El típico día que se va mascando la tragedia y no eres capaz de dejar de correr hacia el abismo.
Era el aniversario de la empresa donde trabajaba y mi jefe, aprovechando que yo era uno de los empleados más antiguos, me había hecho un maravilloso regalo: realizar un discurso resumiendo mis años de estancia en la compañía. Mi público sería toda la plantilla, amigos, enemigos, compañeros conocidos, mi jefe, el director, el presidente y hasta los vigilantes con los que tantos altercados había tenido a lo largo de mi vida profesional convirtiéndome en objeto de sus burlas y desahogos.
¿Qué culpa tenía yo de que la barrera se había bajado hasta tres veces cuando mi coche pasaba? En una de las ocasiones incluso conseguí evitar el fálico obstáculo atravesando la garita del vigilante. Tres meses de baja por un brazo roto para él y cuatro meses para mí porque la tapa del airbag saltó y me golpeó en la cabeza.
En fin, que ese día, después de haber estado toda la noche en vela ensayando mi discurso, me dirigí tembloroso a mi cruel destino. De primeras ya aparecieron algunas señales. Un corte afeitándome, el bote de colonia poblando de cristales el suelo donde mis pies desnudos recibieron parte de la fragmentación, un coche que no arrancaba, taxis desparecidos y una triste caminata que me dejó afónico por el gélido aire que tuve que respirar ¡y eso que era junio!
El vigilante no estaba en su garita y por supuesto mi tarjeta de identificación no funcionaba, así que tras esperar media hora me decido a saltar el torno con brío. Cojeando con el tobillo torcido me dirigí a mi despacho y allí me desplomé en la silla, con tanta fuerza, que el respaldo cedió y caí aparatosamente al suelo. El resultado fue un roto en la chaqueta y mi camisa blanca manchada por la sangre que me chorreaba de la oreja. Cojonudo. Dejé la chaqueta sobre la mesa y me fui al cuarto de baño que se encontraba al fondo del pasillo, me limpié la herida y me quité la camisa para intentar limpiar las manchas en el grifo. Error de principiante, lo sé, si te quitas la camisa lo más seguro es que no te la vuelvas a poder poner.
En ese momento saltó la alarma de incendios, mi susto fue tal que resbalé hacia atrás y mi camisa se enredó en el grifo rajándose aparatosamente por la mitad. Mientras estaba en el suelo pensé si no era mejor morir quemado que salir fuera con el torso desnudo delante de todos mis compañeros. Mi instinto de supervivencia ganó la batalla y pensé en la chaqueta que había dejado en mi despacho. Estaba rota, pero al menos me cubriría los pezones tiesos por el frío.
Pero al llegar a mi despacho la puerta se había cerrado mientras la llave descansaba en el bolsillo de la chaqueta que había dejado dentro. La alarma seguía sonando y yo empecé a ponerme nervioso, escuchaba el traqueteo de la gente corriendo por los pasillos, incluso algún que otro grito de pánico, aunque lejos ya de donde yo me encontraba. No quería quedarme solo allí, así que los nervios pudieron conmigo y eché a correr.
Tengo un compañero que siempre va a trabajar con los cordones desatados. Continuamente le aviso del peligro pero él siempre me responde lo mismo: "Si tropiezo mejor, así me cojo una baja". Supongo que el karma me la había tenido guardada durante largo tiempo para esta gran ocasión y en mi desesperado sprint no llegué a fijarme en la situación de libertad de la que disfrutaban mis herretes. Pero claro, no iba a desperdiciarse tan magno evento durante la carrera por el largo y seguro pasillo, si no que fue ejecutado cuando bajaba de dos en dos los escalones de la escalera que llegaba al hall del edificio.
Para colmo, la escalera es de esas que tiene una barandilla formada por un tubo metálico sobre placas de cristal. De modo que cuando mi cuerpo rodante impactó con uno de los cristales, desplazó al vidrio y me dejó colgando desde uno de los enganches que apresó con firmeza mis pantalones.
Y ahora sí, ya llegamos el culmen definitivo, a la traca final, al momento que todos estábamos esperando, mis pantalones cedieron y mi cuerpo desnudo se desplomó en un épico final sobre la barra de recepción.
Podía escuchar los murmullos, los gemidos, los susurros de la multitud que me observaba atónita. Lo había conseguido. Había batido mi propio récord. Había llegado a la más alta cota de humillación que podía alcanzar. De un momento a otro sonaría la primera risa, luego el primer sonido de un móvil haciendo una foto. Luego las carcajadas se contagiarían como un virus y el estruendo del jolgorio general haría vibrar los cimientos del edificio. Habría cientos de fotos y videos que circularían por internet y por los correos electrónicos de toda la empresa. La gente me miraría al pasar y me señalaría haciendo comentarios de todo tipo consiguiendo la complicidad de los más cercanos a base de risotadas burlonas. Incluso tiempo después de jubilarme seguiría siendo la comidilla de la empresa, claro que eso sería si no me despedían antes.
Pero no hubo risas.
Giré mi cabeza conteniendo el dolor que aún sentía y miré a mi alrededor. Todos estaban allí, me miraban, pero sus rostros no expresaban hilaridad sino todo lo contrario. Había rabia en sus ojos. Parpadeé varias veces para que mi nublada vista se aclarara y descubrí asombrado el dantesco panorama. Casi todos mostraban enormes manchas de sangre, algunos incluso exponían terribles heridas de mordiscos, desgarros y miembros quebrados. Su piel era pálida y gris, sus iris estaban completamente dilatados y las retinas se habían vuelto amarillentas. Algunos tenían trozos de carne colgando o incluso parte de sus órganos internos expuestos al aire. Pero nadie mostraba el menor signo de molestia o dolor, simplemente gemían y se concentraban en mí, acercándose lentamente.
Había pasado. Lo que siempre habían avisado que podría pasar había ocurrido. Un apocalipsis zombie. Justo ahora. No habría fotos, ni vídeos. Ni risas encadenadas, ni humillaciones. No sería el hazmerreir de todo el mundo. Mientras ese desfile de cuerpos demacrados arrastrándose lentamente hacia mí miré hacia arriba sonriendo y pensé: "¡Por fin! ¡Por fin un poquito de suerte!".
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